A estas alturas de mi vida todavía me pregunto porque sigo viendo las noticias. Si lo pienso bien, analizando lo que me aporta y lo que me resta, no cabe duda de que salgo perdiendo. No me aportan nada y me restan tiempo para hacer cosas más interesantes como leer, escribir o cocinar.
Algo parecido me pasa con los periódicos. Siempre me acuerdo de mi querido H. D. Thoreau cuando advertía de que era mejor no leer la prensa, y que si se quería hacer era mejor dejar pasar un par de días antes de leer algún periódico. (Aunque he de confesar que no recuerdo si era eso exactamente lo que aconsejaba.)
Poco importa, la cuestión es que los noticiarios parecen jactarse de presentarnos una realidad oscura y deprimente que repiten de manera machacona.
Es como si escogieran las peores noticias posibles e hicieran con ello las cabeceras de sus informativos. Luego, casi al final y antes de los deportes, meten alguna historia curiosa o agradable queriendo compensar el mal cuerpo que te dejan antes de la comida o la cena. Que no digo yo que el mundo no vaya mal, ni que los problemas están llamando a nuestra puerta cada mañana al despertarnos, pero si me dan a elegir, prefiero construir mi propia realidad basándola en el optimismo y la fe inquebrantable en el ser humano. Ese mismo ser humano capaz de las mayores atrocidades, pero también de los mayores milagros que no son noticia a ninguna hora del día.
Hace mucho que dejé de creer en las noticias. Igual que la honradez no es compatible con la política, porque esta se basa en un sistema ya de por si corrupto, el periodismo le debe pleitesía a la economía de mercado por lo que nunca podrá ser imparcial.
Quizás peque de extremista, y pido perdón a cualquier político o periodista que se sienta ofendido por mis palabras. No estoy en posesión de ninguna verdad y lo que aquí expreso son opiniones de un ciudadano cansado de tanta estulticia pública y privada, de tanto descaro institucional.
Abogaría no por dejar de emitir los informativos, sino por cerrar la televisión a cal y canto. Recuperaría las plazas de nuestros pueblos y ciudades para crear allí centros de información y debate promovidos y gestionados por los ciudadanos, recuperaría las calles para nuestros niños y fomentaría la conversación como asignatura en los planes de estudio. Puede que sea verdad que en España se grita demasiado, y que eso nos impida tener pensamientos profundos - tal y como escribió Nietzsche -, pero también es cierto que este país es de tertulia, de conversación, de plática y de diálogo. Yo mismo me considero un tertuliano, y una conversación es uno de mis mayores placeres.
En fin, utopías de un soñador que a pesar de los informativos, piensa que este es el mejor lugar para vivir.
Buen provecho.
LAS AVENTURAS, DIABLURAS Y TRAVESURAS DE UN COCINERO EN BUSCA DE SI MISMO
sábado, 7 de abril de 2012
viernes, 6 de abril de 2012
COCINA Y LECTURA
Hay placeres y placeres... y me explico.
Hay placeres que llenan los sentidos, y la sensación de gozo y plenitud es tal que necesitas de un tiempo después de la experiencia para asimilar lo que has vivido, bebido, comido o amado.
Luego hay otros placeres que no lo parecen, que son como la insinuación de un placer mayor que te deja una extraña sensación de vacío. Son muchas las cosas que se pueden incluir en esa categoría, algo que has vivido, bebido, comido o amado.
Entre esos placeres, que he de confesar que para mi son los mejores, se encuentra la relectura de ciertos libros que por caprichos de un desorden vuelven a tus manos, y los abres para descubrir lo que vagamente recordabas.
Leer de nuevo un libro ya leído es lo más parecido a hacerle el amor a tu mujer olvidando todo lo que sabes de ella. Complicado, lo sé, pero maravilloso cuando se consigue.
Suelo pasar muchas veces mis dedos por los lomos de los libros ya leídos. Puedo sentir como me hablan, me susurran sus secretos, me recuerdan emociones vividas. Y hay otros que me gritan, me descargan la electricidad que esconden entre sus páginas para llamar mi atención. Con el libro del que quiero hablar me pasó eso mismo.
He de confesar primero que siempre he sido de releer, de volver a mis maestros, de volver a Chejov, al que idolatro, a Nietzsche, al que amo, a Stiner, que me perturba, y a otros tantos que forman parte de mi bagaje y de mi vida.
Y el libro del que quiero hablar es "La casa de Lúculo" de Julio Camba.
La primera noticia que tuve de su autor me la dio un poeta de mi tierra, Francisco Bejarano, quien me aconsejo que leyera cualquiera de sus libros de artículos. Ni que decir tiene que le estoy agradecido por su consejo. Lo que ya no recuerdo es como cayó el libro en mis manos, supongo que en alguna de esas compras que efectúo por internet en librerías de viejo. Lo que si recuerdo es la primera vez que lo leí. Fue un verano, trabajando en un restaurante de Chiclana.
Luego han pasado varios años. Y ha sido ahora cuando lo he recuperado de la estantería por casualidad, sacando otros libros.
Pero esta vez no me he puesto a leerlo entero, he preferido saltear entre sus páginas y descubrir lo que entonces no percibí. Julio es un auténtico maestro a la hora de relatarte en unos breves párrafos lo que cualquier otro engorroso y altanero articulista haría en dos páginas.
Su forma de tratar la gastronomía es única y el mejor bálsamo tras la lectura de cualquier libro de recetas, por muy del Bulli que sea. Se puede estar más o menos de acuerdo con sus opiniones, pero su calidad es incuestionable, su sapiencia y maestría a la hora de tratar los temas hace que de pronto te estés cuestionando lo que acabas de leer. Y para mi no hay mejor cualidad en un escritor que la de sugerir.
Mucho se ha dicho y escrito sobre don Julio Camba, y poco o nada puedo aportar yo, salvo una cosa.
Camba es de esos extraños tesoros inasibles e intangibles que uno cree poseer en el fondo de su alma, tesoros que uno hace suyo y que cuando habla de él lo hace con el posesivo pegado al apellido. Por admiración, por respeto, por vete tú a saber que extraña unión entre un escritor gallego y un cocinero andaluz.
Don Julio Camba merece el reposo de leerle entre servicio y servicio, cuando te libras del calor sofocante de la cocina y respiras un aire quizás más caliente pero que huele a mar, y buscas un sitio tranquilo donde sentarte a solas y poder concentrarte en su lectura antes de volver al infierno de los fogones, a veces con una pequeña lección que se te queda prendida entre la memoria y el corazón:
¿Quién le discute que no fue un adelantado a todo lo que luego se nos ha ido cayendo encima?
Gracias Maestro. Buen provecho.
Hay placeres que llenan los sentidos, y la sensación de gozo y plenitud es tal que necesitas de un tiempo después de la experiencia para asimilar lo que has vivido, bebido, comido o amado.
Luego hay otros placeres que no lo parecen, que son como la insinuación de un placer mayor que te deja una extraña sensación de vacío. Son muchas las cosas que se pueden incluir en esa categoría, algo que has vivido, bebido, comido o amado.
Entre esos placeres, que he de confesar que para mi son los mejores, se encuentra la relectura de ciertos libros que por caprichos de un desorden vuelven a tus manos, y los abres para descubrir lo que vagamente recordabas.
Leer de nuevo un libro ya leído es lo más parecido a hacerle el amor a tu mujer olvidando todo lo que sabes de ella. Complicado, lo sé, pero maravilloso cuando se consigue.
Suelo pasar muchas veces mis dedos por los lomos de los libros ya leídos. Puedo sentir como me hablan, me susurran sus secretos, me recuerdan emociones vividas. Y hay otros que me gritan, me descargan la electricidad que esconden entre sus páginas para llamar mi atención. Con el libro del que quiero hablar me pasó eso mismo.
He de confesar primero que siempre he sido de releer, de volver a mis maestros, de volver a Chejov, al que idolatro, a Nietzsche, al que amo, a Stiner, que me perturba, y a otros tantos que forman parte de mi bagaje y de mi vida.
Y el libro del que quiero hablar es "La casa de Lúculo" de Julio Camba.
Sempiterno viajero y maestro |
La primera noticia que tuve de su autor me la dio un poeta de mi tierra, Francisco Bejarano, quien me aconsejo que leyera cualquiera de sus libros de artículos. Ni que decir tiene que le estoy agradecido por su consejo. Lo que ya no recuerdo es como cayó el libro en mis manos, supongo que en alguna de esas compras que efectúo por internet en librerías de viejo. Lo que si recuerdo es la primera vez que lo leí. Fue un verano, trabajando en un restaurante de Chiclana.
Luego han pasado varios años. Y ha sido ahora cuando lo he recuperado de la estantería por casualidad, sacando otros libros.
Pero esta vez no me he puesto a leerlo entero, he preferido saltear entre sus páginas y descubrir lo que entonces no percibí. Julio es un auténtico maestro a la hora de relatarte en unos breves párrafos lo que cualquier otro engorroso y altanero articulista haría en dos páginas.
Su forma de tratar la gastronomía es única y el mejor bálsamo tras la lectura de cualquier libro de recetas, por muy del Bulli que sea. Se puede estar más o menos de acuerdo con sus opiniones, pero su calidad es incuestionable, su sapiencia y maestría a la hora de tratar los temas hace que de pronto te estés cuestionando lo que acabas de leer. Y para mi no hay mejor cualidad en un escritor que la de sugerir.
Mucho se ha dicho y escrito sobre don Julio Camba, y poco o nada puedo aportar yo, salvo una cosa.
Camba es de esos extraños tesoros inasibles e intangibles que uno cree poseer en el fondo de su alma, tesoros que uno hace suyo y que cuando habla de él lo hace con el posesivo pegado al apellido. Por admiración, por respeto, por vete tú a saber que extraña unión entre un escritor gallego y un cocinero andaluz.
Don Julio Camba merece el reposo de leerle entre servicio y servicio, cuando te libras del calor sofocante de la cocina y respiras un aire quizás más caliente pero que huele a mar, y buscas un sitio tranquilo donde sentarte a solas y poder concentrarte en su lectura antes de volver al infierno de los fogones, a veces con una pequeña lección que se te queda prendida entre la memoria y el corazón:
"Por lo que respecta a la re coquinaria, el mejor cocinero será aquel que más logre destacar en sus platos el gusto esencial de cada cosa, a condición, naturalmente, de que esta cosa valga la pena."
JULIO CAMBA |
Gracias Maestro. Buen provecho.
lunes, 2 de abril de 2012
Al sur de la quimera... (2)
Vaya por delante... no soy antropólogo, ni sociólogo, ni tengo en mi haber
ningún otro logo
que cuelgue de una pared... hecho el aviso, quiero hablar con la libertad que
da saber que equivocado o no, hablo desde la única patria que reconozco, yo
mismo.
Supongo que el comienzo de esta entrada es demasiado enrevesado para lo que al final voy a contar, pero que le voy a hacer, me gusta ser así, me gusta hablar y adornar lo que quiero decir, porque para mi son importantes todas y cada una de las palabras que asaltan mi mente queriendo escapar de su prisión.
Quizás sea cierta inseguridad, podría ser. Lo cierto es que pensaba empezar mi entrada con una aseveración rotunda de la que si soy sincero no estoy del todo seguro... No me importa, reitero, voy a decir aquello que he venido a decir.
De todas las características que conforman los distintos grupos humanos que en la tierra son puede que haya varias que se den en todos, independientemente de sus circunstancias, religión, cultura, etcétera, etcétera.
Lo que si tengo claro es que hay una que si comparten todos. Y esa característica no es otra que la de tener una cocina propia, un bagaje culinario ancestral que les ha permitido sobrevivir aprovechando los recursos alimenticios que tenían a su alrededor conformando una manera única de relacionarse con los alimentos. Esa cosa que dicho así parece hasta una obviedad, encierra uno de los mayores patrimonios de nuestra humanidad. Un patrimonio que en su mayoría anda perdido y olvidado, al igual que muchos de los pueblos que crearon su forma de comer.
Cuando estudiaba para cocinero y hablabamos de la cocina internacional sentía un vértigo tremendo al pensar de cuantas formas distintas el ser humano ha puesto su empeño por comer de forma placentera. En cuantas creaciones fueron, son y serán, que bien miradas no son sólo la expresión de una forma de comer, sino también de una forma de ver el mundo, de un carácter y de una historia.
Alimentarse es la primera necesidad de un recién nacido. Disfrutar de la gastronomía de cualquier país es la consecuencia final de esa necesidad, pero lo fascinante no es llegar a Ítaca, sino el viaje, el camino, lo que nos encontramos y descubrimos.
En un restaurante gastronómico priman los resultados y la exigencia de ofrecer al cliente lo mejor de lo mejor, pues para eso lo paga. Pero yo creo, desde mi humilde posición de un cocinero que no más quiere ser un buen profesional y una mejor persona, que entre lo que comian nuestros ancestros cazadores hasta cualquier plato del Bulli o el Moma han ocurrido cosas fascinantes y maravillosas que sería bueno investigar y recuperar.
Quizás porque como pensaba mi bisabuelo, la única manera de saber a donde vamos es conociendo de donde venimos.
Buen provecho.
Supongo que el comienzo de esta entrada es demasiado enrevesado para lo que al final voy a contar, pero que le voy a hacer, me gusta ser así, me gusta hablar y adornar lo que quiero decir, porque para mi son importantes todas y cada una de las palabras que asaltan mi mente queriendo escapar de su prisión.
Quizás sea cierta inseguridad, podría ser. Lo cierto es que pensaba empezar mi entrada con una aseveración rotunda de la que si soy sincero no estoy del todo seguro... No me importa, reitero, voy a decir aquello que he venido a decir.
De todas las características que conforman los distintos grupos humanos que en la tierra son puede que haya varias que se den en todos, independientemente de sus circunstancias, religión, cultura, etcétera, etcétera.
Lo que si tengo claro es que hay una que si comparten todos. Y esa característica no es otra que la de tener una cocina propia, un bagaje culinario ancestral que les ha permitido sobrevivir aprovechando los recursos alimenticios que tenían a su alrededor conformando una manera única de relacionarse con los alimentos. Esa cosa que dicho así parece hasta una obviedad, encierra uno de los mayores patrimonios de nuestra humanidad. Un patrimonio que en su mayoría anda perdido y olvidado, al igual que muchos de los pueblos que crearon su forma de comer.
Cuando estudiaba para cocinero y hablabamos de la cocina internacional sentía un vértigo tremendo al pensar de cuantas formas distintas el ser humano ha puesto su empeño por comer de forma placentera. En cuantas creaciones fueron, son y serán, que bien miradas no son sólo la expresión de una forma de comer, sino también de una forma de ver el mundo, de un carácter y de una historia.
Alimentarse es la primera necesidad de un recién nacido. Disfrutar de la gastronomía de cualquier país es la consecuencia final de esa necesidad, pero lo fascinante no es llegar a Ítaca, sino el viaje, el camino, lo que nos encontramos y descubrimos.
En un restaurante gastronómico priman los resultados y la exigencia de ofrecer al cliente lo mejor de lo mejor, pues para eso lo paga. Pero yo creo, desde mi humilde posición de un cocinero que no más quiere ser un buen profesional y una mejor persona, que entre lo que comian nuestros ancestros cazadores hasta cualquier plato del Bulli o el Moma han ocurrido cosas fascinantes y maravillosas que sería bueno investigar y recuperar.
Quizás porque como pensaba mi bisabuelo, la única manera de saber a donde vamos es conociendo de donde venimos.
Buen provecho.
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